[SIN ACABAR]
Abres las puertas oxidadas del enorme jardín. Pesan, casi tanto como tú, pero pese a todo, no cesas en tu empuje y logras apartarlas no sin, por supuesto, un agónico y perezoso chirrido.
Deben ser las doce de la noche, y la luna baña lo que fue el jardín más hermoso nunca visto.
En él únicamente había un tipo de planta. Rosales. Rosales tan antiguos como el tiempo mismo, cargados de espinas, ahora envenenadas pero que en algún momento estuvieron repletas de picante pasión y cargadas de risas que se clavaban en lo más profundo del cerebro, ahora, sin embargo, te acercas a una de ellas y lo único que rezuma de las enormes espinas negras, no es más que cierto jugo amargo y cargado de reproche, ciertamente venenoso y, que si te fijas, huele un poco a hiel.
El silencio es tal que embriaga. Te llevas una mano al pecho, apesumbrado por semejante visión y porqué no: miedo.
Sin embargo, el viento decide acariciarte la cara y refrescarte. Suspiras y sigues caminando por aquel jardín oscuro, negro y muerto.
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