Estoy cansado de todo.
Incluso de existir. He buscado muchas veces mi sonrisa entre las nubes pero soy
incapaz de encontrarla en medio de esta tormenta depresiva. Estoy cansado de
intentar llevar el timón de un barco llamado vida yo sólo y ver cómo poco a poco
y sin saber bien por qué, mis marineros se tiran por la borda o, lo que es
peor, se dedican a agujerear más y más el casco.
Estoy hundido, cansado.
Quiero poner fin a mi vida de una vez por todas. Creía que podría encontrarle
un atisbo de lógica, un mínimo de esperanza y ver tierra. Sin embargo, no he
encontrado nada más que afilados arrecifes y bravas mareas.
He perdido mi porte. Camino
doblado, agachado, tuerto de alma y espalda, con la mirada perdida y la boca
seca. Con la sonrisa muerta en una esquina, agonizante. Hasta no hace mucho
creí que podría sacarla del pozo en el que se había caído. Ahora me doy cuenta
que la cuerda con la que lo intentaba era demasiado corta, débil.
Sin embargo, debo seguir mi camino. No podré fin a mi vida. Cometeré un acto
más horrible si cabe: vivirla sin pasión, alegría o gozo. Simplemente viviré
observando cómo en mi cara se dibujan arrugas y en mi corazón estrías de un
infarto. Levantaré muros a mi alrededor, teñiré de negro mi interior y jamás
volveré a sonreír con el alma en los labios. Se acabó. Esta libélula ha perdido
su camino y ya no avanza ni retrocede. Simplemente ha hecho un parón eterno en
su camino.
Envejeces más que hablas.
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