El sonido de sus pies, barriendo el polvoriento suelo de una
iglesia improvisada.
No más que una pequeña choza . Madera roída, mohosa y ajada.
Rodeada de camposanto, fruto de su pala.
El invierno cubría lo que hacía siglos había sido su ciudad.
Una ciudad muerta y desprovista de humanidad.
Solamente estaban él y su pútrida actividad.
Se dirigió a su choza santa y se sentó en una silla, tan
podrida como sus huesos
De su sangre ya no quedaba. Solamente mal olor, muerte y
abscesos.
Sacó lentamente de su chaleco, un fajo de papeles
paradójicamente ilesos.
Una maldición sobre la
tierra. Esto nunca termina. Debo cavar.
Escribió con calma el muerto en vida, que poseía vida en
muerte.
Por algún motivo él mantenía su cordura, por algún tipo de
suerte
O infortunio. No era más que pensamiento en un cuerpo
inerte.
Uso mi pala para
matarlos. Tantas almas por liberar.
Antes la muerte tenía
sentido. Siento frío. Mil años llevo,
sin exagerar.
Enterrando a los
muertos malditos a los que liberar.
Un sonido brusco hizo alzar el vuelo a los pocos pájaros del
exterior
Y un enorme muerto de golpe en su puerta apareció.
Parecía enfadado. Detener a aquel medio muerto era su
misión.
Escuchó entonces la voz del muerto desde el interior,
sentado.
El de fuera, petó con fuerza y entonces habló: Por qué persistes. Tono gastado.
Únete a nosotros.
Nunca volverás a tu antiguo estado.
Soy la grieta entre la
vida y la muerte, la fina división entre aliento y ataúd.
Prepara tu epitafio.
Mi pala caerá sobre ti como la nieve en un alud.
Me aferro a la vida
por el hilo más fino. Mis actos, son virtud.
Se levantó. No habrá
oración para ti
Seré yo quien te
entierre. Viejo, cansado y semimuerto: pero voy a por ti
Salió fuera y ambos se vieron. Escoge de todos, el mejor
agujero aquí.
Despertad, tenéis una
nueva tarea. Agradecidos por darles tierra, sus aliados se alzaron.
Mi maldición es
nuestra última esperanza y,
para tu tumba: cavaré
poco.